En esta semana mundial del parto respetado, quería hacer una parada para hablar de un momento tan trascendental y significativo como es el parto. Parece que fuera el hermano menor de esta etapa perinatal, y socialmente pasamos de puntillas por un momento de gran relevancia para la vida de la mujer y para la vida del bebé.
Cuando mencionamos el parto, lo hacemos asociado a dolor, a miedo, y asociado al deseo (por evitar los anteriores) de que sean dos horitas cortas. Como si anulando el dolor, pudiéramos hacer que la experiencia de parir no dejara huella en las vidas. Y ésta es la idea que queda, que el parto es un puro trámite, que en el parto no pasa nada (más que dolor).
Pues no, no es así.
Probablemente estamos hablando de unos de los momentos más importantes en la vida de al menos dos personas: la mujer y el bebé.
La vivencia del parto va a marcar profundamente a la mujer, y va a condicionar su experiencia de posparto y como consecuencia, su vínculo con el bebé. Podemos empezar mencionando las secuelas físicas. No es lo mismo recuperarse de un parto en el que no ha habido intervención, o ha habido un leve desgarro, que afrontar la recuperación de una episiotomía o por supuesto una cesárea. A la falta de descanso, a la incertidumbre, a la inexperiencia de las primeras semanas, tendremos que añadir en estos últimos casos el dolor físico.
Pero más importante aún que las secuelas físicas, es el impacto que tiene en nuestra confianza. Sentir que nuestro bebé y nuestro cuerpo saben lo que tienen que hacer y que no hace falta que nadie externo les marque el camino o evalúe cómo lo estamos haciendo, nos coloca en una posición de confianza. Confío en mí, confío en mi cuerpo, confío en la sincronización con mi bebé, y desde esa certeza, yo soy la autoridad. Éste será un punto de partida maravilloso para comenzar el puerperio. Además, siendo lo perinatal una etapa del ciclo vital en la que lo racional pasa a un segundo plano, y se pone el foco en lo emocional y lo instintivo (entre otras cosas por los cambios cerebrales en la mujer, y porque es desde ahí desde donde el bebé funciona), mirar con confianza a nuestro cuerpo y contar con nuestro instinto (al que yo llamo fisiología) como herramienta, nos allanará el camino.
Influirá también en mi autoestima, en la imagen que me estoy construyendo de mí misma como madre. Una buena experiencia de parto, nos hará sentir que mi primera tarea como madre, que es parir, la he superado con nota. Me hará sentir más capaz y más segura.
Pero cuando los mensajes que nos llegan son que no sabemos y que nos tienen que guiar, o que no podremos sostener el dolor (si es que lo hay) y nos ofrecen calmarlo antes de que nosotras lo pidamos, o que vamos demasiado lentas y esto de parir hay que hacerlo más rápido (y ya se encargan de marcar el ritmo a golpe de oxitocina), cuando ésto pasa, nuestro cuerpo y nuestro bebé dejan de ser la guía. Otros saben mucho y nosotras no sabemos nada. Y en asuntos donde no hay respuestas absolutas, donde la duda y la incertidumbre están a la orden del día (o del minuto), si quito la brújula de la sabiduría de mi cuerpo, estoy realmente perdida. Poco nos beneficia esa mirada de incapacidad, esa falta de respeto aunque sea en nombre de la protección y del cuidado. Cuando esto pasa, la autoestima cae, y en mi primera tarea como madre, la nota es “suspensa”.
¡Qué diferentes estas vivencias y estos puntos de partida!
El parto es una crisis vital para la mujer, probablemente la más profunda. Es un momento de transformación, en el que se dan la mano la vida y la muerte. De alguna manera la mujer que fui muere para dar lugar a una nueva. Empezamos por la transformación física. Pasamos de ser una antes del embarazo, a ser una con mi bebé dentro de mí, a ser una de nuevo con mi bebé al lado. Una metamorfosis completa en la que la concepción y el parto son los ritos de paso.
Muchas mujeres sienten que van a morir, sienten que se parten en dos, que se rompen para que su bebé pueda nacer. Ésta es una experiencia de una potencia increíble, que deja una huella existencial y corporal muy profunda. El poder de parir, transforma.
A esto hay que añadir, el coctel neurohormonal que se da durante el parto. Va a generar entre otras cosas, que la experiencia quede grabada en nuestra memoria de una forma más profunda que el resto.
Y por supuesto para el bebé, será importantísimo cómo se desarrolle su parto. Cuando ha alcanzado la madurez necesaria, el bebé genera una señal que desencadena el proceso. Cualquier intervención que adelanta este momento, coloca al bebé en un lugar en el que aún no está preparado para estar. Es necesario que el proceso siga su ritmo, que se respeten sus tiempos. Esto implica llegar a un lugar donde se le recibe desde la confianza y no desde el miedo, en el que se conocen sus necesidades. Proporcionarle de inmediato el contacto con la piel de su madre, con su olor, con su ritmo cardíaco, que es lo que él espera encontrar, es hacerle sentir que ha llegado a lugar seguro, a un lugar donde puede ser calmado, nutrido y visto.
Tendremos así una madre que respira confianza y un bebé que se siente seguro. Estando ambos funcionando desde el cuerpo y el instinto y regados de oxitocina, solo hay lugar para el amor, la mirada y el vínculo.
Renovemos nuestra mirada del parto. Rechacemos esa ecuación tan simplista que nos llega socialmente, en la que si el bebé está vivo y sin secuelas físicas y la mamá está viva (aquí no se tienen en cuenta ni las secuelas físicas, en muchos casos a largo plazo, ni mucho menos las psicológicas), equivale a parto perfecto, del que solo se puede estar agradecida y sobre el que no hay más que hablar.
Demos al parto el lugar que le corresponde. La puerta de entrada a la vida, y una vivencia trascendental. Confiemos en la vida y en que sabe sola. Respetemos por tanto los partos y a las mujeres que paren.
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